viernes, 21 de diciembre de 2012

Acantilados de Howth, de David Pérez Vega.






Tenía curiosidad por este libro desde hace tiempo, porque conozco el blog del autor y me parece que hace unas reseñas muy juiciosas y bien razonadas, lejos de esa tendencia amarillista que se está instalando en la crítica literaria de la red. Comentaristas de libros que se convierten en los protagonistas de sus críticas, como esos periodistas del corazón que rellenan con sus cuitas programas enteros de basura televisiva. La basura no está mal, a mí me gusta la basura, pero no si todo es basura. El blog de Desde la ciudad sin cines es un remanso de cordura en mitad de un panorama lleno de apreciaciones que salen de las malas tripas antes que del sentido común. Por otra parte, no coincido demasiado con las lecturas de David. Coincido con él, creo, en la pasión por la literatura. Me sirve además para informarme sobre autores  hispanoamericanos y americanos, y aquellos de ciencia ficción que no he leído. En alguna ocasión he tenido en cuenta sus recomendaciones, pero soy un lector mucho más indisciplinado que David. Algunas veces ha escrito sobre  su plan de lecturas pendientes y me lo he imaginado abordándolo con rigor y orden. Lo que quiero decir es que da esa impresión, no que sea como yo digo. Por eso, cuando me enteré de la lectura conjunta sobre su novela Acantilados de Howth me apunté enseguida, estando como estaba mi plan de lectura algo desmotivado. Pues bien, para mí leer con un compromiso posterior no es lo ideal. La lectura conjunta te compromete a hacer una reseña. ¿Y si la novela no me motivaba demasiado a escribirla? No ha sido el caso. 
Acantilados de Howth tiene un protagonista en el que el autor ha volcado experiencias más o menos cercanas, sin que sea una novela autobiográfica, según él mismo dice. La biografía de Ricardo es representativa de un tipo de personas, una vida común. Nacido como el autor a mediados de los setenta, es doblemente licenciado y aficionado a la literatura, lector curioso y con deslices poéticos que le llevan a quedar finalista en un concurso provincial. A los veinticinco se traslada a Dublín para perfeccionar su inglés y se queda allí más tiempo del que tenía previsto, hasta el punto de que su estancia y, en concreto, un paisaje, el de los acantilados de Howth, se convierten años después, cuando ya es contable de una empresa en Madrid, en el paraíso perdido. 
Ricardo es hijo de una época, la actual, donde todos queremos nadar y guardar la ropa: se droga, pero con cuidado; es estudioso, trabajador, responsable, tiene inquietudes literarias, pero no se vuelca en ellas, con alguna que otra dificultad de vez en cuando liga, pero pierde a la única chica que de verdad le ha gustado, una polaca que conoció en Dublín, más tarde se casa y fracasa en su matrimonio en poco menos de un año. Sale con sus amigos: de la empresa, del barrio, de los curros en Dublín. 
Ricardo anda desorientado, pero no cae ni en la apatía ni en la rabia, le domina la sutil desilusión de una época tibia, y con su carácter mesurado demuestra tener las terribles y enormes tragaderas de una generación que ha tenido las ventajas de la educación, de la comodidad doméstica y de esas expectativas pequeñoburguesas que proponen la maduración personal a través del trabajo, la familia y una hipoteca.
Terrible. 
Y eso lo cuenta el autor de un modo muy amable, sin aspavientos estilísticos, con gran elegancia natural en el fraseo. El gran acierto de esta novela, a mi modo de entender, no es el retrato de un individuo, sino de la mentalidad de una época.
Muchas veces al acabar un relato o una novela hago un experimento: elimino el último párrafo o la última frase. Y es ahí donde yo encuentro la palabra fin. 
En este caso para mí la historia acaba aquí:
Mi madre me dice que ha visto un piso que está muy bien: cincuenta metros, sólo treinta y un millones de pesetas, en Móstoles, a reformar.
El párrafo siguiente va más con esas ganas de acabar con cierta trascendencia, un vicio que todos los escritores han de combatir. Porque la principal virtud de esta magnífica novela es que la trascendencia está desterrada.

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